
Una estrella fugaz
Hoy la mañana estuvo fresca pero transparente, el sol brillaba nítido y el aire se me antojaba volátil y ligero; salí a la calle, me monté en el coche y mis pensamientos volaron hacia ti irremediablemente, como lo hacen desde hace ya casi siete días.
Te mentiría si no te digo que sentí una inmensa tristeza, tristeza por no entender el por qué no estás y el por qué decidiste convertirte en estrella cuando todos pensábamos que aún no te tocaba, ya que para brillar no hubiera hecho falta que te fueras al cielo, ya lo hacías aquí, entre nosotros.
¡Chiquillo! ¿Cómo has podido vapulear nuestras vidas de forma tan enérgica, hasta hacer que nuestro corazón galopara como caballo desbocado dentro del pecho? Un corazón, que por cierto, aún sigue intentando volver a su sitio.
¿Sábes una cosa? Tu ausencia duele hasta la saciedad y no se puede hacer nada para remediar ese dolor, salvo confiar en el paso de los días, ya que solamente el tiempo es ese bálsamo que si no lo cura todo, lo suaviza siempre.
Ayer, en esa iglesia llena de gente, donde se respiraba dolor a mansalva y el silencio solo era roto por los sollozos de los que tanto te quisieron y te quieren, me di cuenta de que estabas donde querías estar, en lo más alto, libre de aquellas cosas que no sabemos, pero que está claro que a ti te angustiaban en exceso.
Tuviste opciones y elegiste la tuya, ser una estrella fugaz aquí en la tierra para transformarte en un hermoso lucero allí en el cielo; y aunque nos cuesta entenderlo, te queremos igualmente y llevaremos tu sonrisa colgada en nuestra alma y tu voz prendida en el corazón, ya que tu recuerdo perdurará siempre entre nosotros.
Nunca te olvidaremos.