
Marisol, una sencilla historia
No hay una forma más segura de ser feliz, que ser ingenuo e inocente.
Hace poco, alguien cercano descubrió que el mundo que le había rodeado durante su infancia, ese universo que jamás cuestionó y del que nunca dudó que fuera sino el mejor, sí estupendo, resultó ser un lugar humilde y deprimido, y curiosamente, ella jamás se había percatado de tal cosa.
Hoy, cuando las canas afloran, las arrugas se van instalando definitivamente, la fuerza de la gravedad produce estragos y los recuerdos se pasean despacito y en paz por la memoria porque no tienen prisa, ha caído en la cuenta que fue como el tuerto en el reino de los ciegos, pero por su edad y seguramente por su forma de ser, siempre se sintió una reina a la que nunca le faltó de nada, entre otras cosas porque nada ambicionó, por esto fue quizá, que siempre tuvo más de lo que nunca esperó.
Mirando hacia atrás sin quitar la vista al frente, sabe que ella fue una privilegiada dentro de aquel mundo humilde cargado de estrecheces y escasez, mezclado con unas vidas sencillas y en muchas ocasiones con unas existencias cargadas de sin sabores.
Pero la realidad es que hasta aquí, sus recuerdos fueron siempre veranos largos y tórridos, en los que a menudo buscaba ansiosa a otras niñas con quien jugar, pero si eso no ocurría, siempre podía recurrir a su amiga invisible, aquella con la que compartía esa caja de zapatos en la que los gusanos de seda tenían su paraíso particular y donde en breves minutos las frondosas y verdes hojas de morera eran convertidas en encajes perfectos, delicadamente perforados por aquellos animales pequeños y blandengues, que habían nacido para comer mucho, vivir rápido y morir pronto.
¡Eso sí, y dejar mucha descendencia!
Tardes largas de verano, de siesta, silencio y charlas consigo misma, siempre inmersa en su mundo cargado de sueños donde a nadie le estaba permitido entrar, quizá era eso lo que lo hacía tan especial.
Hoy, la niña de las trenzas doradas se ha armado de valor y ha querido recordar aquellos tiempos, lejanos y viejos tiempos, en los que aquel patio de flores de colores y aquella azotea de sábanas blancas la hacen sonreír y la devuelven a lugares que aunque olvidados, fueron tan reales como real es hoy su presente.
Y mezclada con sus recuerdos está la voz, esa, que si se concentra puede oír de nuevo, ya que aunque escondida se mantiene viva en algún lugar, solo es cuestión de empujar la puerta y colarse en el comedor en penumbra, entonces allí aparecerá ella diciendo su nombre ¡Marisol!