
El mar
El mar, ese desconocido gigante antojadizo.
Nunca hemos de fiarnos de ti, porque en tus entrañas alberga esa furia caprichosa que podrías dejar escapar en el momento más inesperado, volviéndote bravo e increíblemente devastador.
Pero a pesar de todo, es un privilegio para nuestros ojos poder contemplarte en silencio y a solas, libre de sombrillas, toallas y gente, cuando el aire es ligero y transparente y la arena una gran alfombra dorada, suave y brillante, en la que la exclusividad la tiene la espuma blanca que llega distraída una y otra vez, a esa playa donde ha de quedarse.
Un regalo es pasear por tu lado cuando el sol no es el protagonista y poder observar un poco más de cerca el horizonte, esa línea dibujada y perfecta que parece descansar sobre tu lecho azul, un invento del hombre, imaginario e hipotético, quizá, para ponerle alas a tu grandiosidad y límites a tu poder.
Eres infinito e inmenso y al contemplarte nos sentimos sumergidos en ti, mezclados con el ritmo cadencioso de las olas, que nos provoca soñar, a la vez que temor, ese que se siente ante lo desconocido.
Porque lo cierto es que tú, eres un extraño con el que muchos convivimos, en el que nos sumergimos y donde nos divertimos, pero al que siempre debemos temer y respetar.
Es un privilegio tenerte cerca, disfrutar de ti en soledad, oír tu voz y escuchar tus susurros cuando alrededor solo hay quietud y paz.
A menudo nada de esto sucede, vivimos al margen de ti, nos olvidamos a diario que estás, pero un mañana cualquiera ya sea azul o gris decidimos hacer un descanso y reencontrarnos unos minutos contigo, respirar hondo y perdernos hasta donde la vista llegue, luego ya podemos volver con nuestros sentidos impregnados por tu olor, ese olorcillo pegajoso e inconfundible.